Son las 7 de la mañana y un rayo matutino se trepa sobre el mar atlántico, tornándolo blanco, casi albino. Lo contemplo, hipnotizada: por sus bordes tornasolados se escapan retazos de vida que le fui regalando.
Allá, por ejemplo, mido un metro diez, y al mar se le acaba de ir la mano. Estoy con mi malla a rayas y mi tabla de barrenar fucsia. Agarro una ola enorme, pero calculo mal y me adelanto a que rompa, y ¡zaz!, caigo como de un escalón altísimo, y la tabla se vuelve un chicle bazooka y de golpe tengo arena por todo el cuerpo y mi frente martilla el fondo del agua. Estoy asustada. Me prometo no volver a barrenar. (Y al rato me olvido de mi promesa.)
Más acá, por ejemplo, estoy buceando y siento el flechazo: amor a primera vista. Los colores de los peces me parecen una droga natural maravillosa. ¡Que nadie me saque! Me quiero quedar acá, buceando para siempre. En mi próxima vida quiero ser pez.
Vean cómo tengo 16 años y estoy toda cubierta de mar; nos acaban de rescatar dos guarda vidas. Nos habíamos metido con Julio Verni, Flopy y unos amigos más. Todavía veo a mi mamá gritándome, desbocada en la orilla. Qué vergüenza que da que te rescaten. Además, la culpa la tiene el viento, que cambió sin avisar.
Por atrás de esas olas, me acuerdo de cuando fuiste testigo de mi primera canción. Teorema se va a llamar. Cada vez que diga teorema, se me va a dibujar en la comisura de los labios un mar frenético y sabio. Como vos.
Por alla es invierno, y el mar me transmite otra cosa: especie de iceberg nostálgico que esconde todas las almas de un verano que se fue.
En el recuerdo de atrás de esa jauría de olas, es de noche y no me puedo dormir. Y como sé que el mar es sonámbulo, me escapo a la escollera. Tengo cita con el mar. Nos ponemos a divagar sobre mis pensamientos, y me imagino envuelta en su sábana aterciopelada de agua nocturna y vaga.
Por acá, en este pedacito de agua, la espalda de papá tiene 55 y la mía, 22. La de él, se zambulle entre las olas sin premeditarlo. El rollito de la panza visto de espalda, su nuca, la forma en la que le cae el pelo mojado, su forma de bracear... creo que el recuerdo de papá metiéndose en el mar, no se me va a borrar nunca.
Es mediodía y el mar me quedó lejos, pero adivino dónde está y salgo a buscarlo en bicicleta; mis manos se sueltan del manubrio y en mis auriculares suena Chaos and Creation a todo lo que da. La vida es esto, me digo. Me siento invencible.
Confieso que, si pienso en el mar, para mí es, fue y será, siempre, el mar de Miramar. Y Andrés es miramarense, así que Andrés también me va a hacer acordar siempre al mar. Y Andrés me hace acordar a los libros, así que los libros me van a hablar siempre del mar. ¡Qué increíble cómo las personas de nuestras vidas quedan atadas a los objetos y lugares que compartimos con ellas! Andrés se pegó a mi mar como con La Gotita.
Por allá, tengo puestos 30 años y estoy caminando por la cornisa del mar. Adoro perderme en su marea, embriagarnos de charlas y que me responda con tus lamentos y silbidos.
Es 31 de Diciembre y atardece un naranja estridente sobre el agua. Estoy contemplando al último sol de un racimo de soles que fue este año. Siento cansancio y ganas de agradecer. Sonrío mientras se me cae una lágrima.
Estoy acostada en mi cama miramarense y, a lo lejos, adivino la respiración del mar. Me duermo abrazada a ese sonido. Se va apagando mi cuerpo sobre su canción de cuna infinita, que me arropa como un mantra.
Son las 7 de la tarde y me acaban de dejar todo el mar para mí. ¿A dónde termina el océano? Me vuelvo tan insignificante, que me desespero. Me agarra una asfixia, soy claustrofóbica a la existencia, me digo. Pero no me quedo demasiado en ese existencialismo porque me ahogo.
Me agacho para besar al mar. Estoy en la orilla, pero sin la malla. Odio las despedidas. Mi ritual de fin de temporada: tres deseos. Los elijo bien, mientras zapateo en la orilla y agarro tres montoncitos de agua. Por cada deseo, un beso a cada montoncito. Ya está. Empiezo a retroceder, me doy vuelta varias veces, para repetir el chau. Me subo al auto y sigo contemplándolo, la mirada fija en el él, hasta que no quede nada suyo en el paisaje.
Me acaban de dar unas ganas enormes de meterme al mar con mi papá. Pero ni es verano, ni estamos juntos. Me pregunto cuándo será la última vez que me meta al agua con él. Es como el último beso entre dos seres. Nunca se sabe cuál va a ser el último, sino hasta después de que sucede. En una canción escribí algo que viene al caso: "Que salada es la soledad / cuando a un beso se le escapa / que es el último y no quedará ninguno más por dar." Lo de la soledad salada, lo dije por el mar. El mar es muy concurrido pero al final, está solo. Como esa gente a la que siempre veo acompañada pero, en lo profundo, se les escapa un triste eco que da prueba de que son huérfanos de amor real.
16 milímetros de cinta marina. Podría escupir el filme de mis días con fotos en el mar. Las escenas serían infinitas.
Fotos analógicas tomadas por Angelo Bendrame en Miramar, Pcia. de Buenos Aires
Invierno de 2017